Camila, Vancouver, Canadá
Acordamos que yo me convertiría en musulmana sólo para complacer a sus padres. Habíamos llegado a ese acuerdo porque nos queríamos. Yo era parte del grupo de alabanza de mi iglesia, pero con sólo dieciséis años comencé a enamorarme de un chico musulmán que vivía cerca de casa. Mi mamá me advirtió que tuviera cuidado en alimentar sentimiento por alguien que creía en otro Dios y que, seguramente, sus padres no me iban a aceptar. Pero, yo estaba convencida que era el amor de mi vida y los mensajes de texto y las llamadas se incrementaron a espaldas de mis padres. Cuando lo descubrieron, ellos me prohibieron verlo y me quitaron el teléfono y la computadora. Me enfurecí y decidimos escaparnos.
Su familia descubrió nuestro plan y no quería que anduviéramos por la calle. Le pidieron que fuéramos a su casa porque ellos aceptarían la relación. Su padre me preguntó si amaba a su hijo. “Con todo mi corazón y quiero estar con él”, respondí. “Pues tendrás que convertirte en musulmana”. Me brotaron lágrimas, por eso, a solas, el chico y yo acordamos que lo haría, pero de manera ficticia, para tranquilizar a los padres. Él se había enamorado de mí sabiendo que era cristiana y no esperaba cambiarme.
Cuando el padre volvió a preguntarme le dije que me iba a convertir en musulmana. “Pues tendrán que tener una boda musulmana y quedarse a vivir con nosotros”, estipuló el papá. Mi plan secreto era convertir al chico al cristianismo, pero pronto descubrí qué él estaba muy involucrado en su religión.
Cuando mis padres se enteraron quedaron destrozados y no sabían qué hacer. Sus argumentos no pudieron con mis sentimientos. Mi familia y mi iglesia comenzaron a orar, rogando que Dios hiciera el milagro de traerme a casa.
Una noche fui a casa y saqué todas mis cosas. Durante los seis meses que llevaba viviendo con la familia musulmana, el control se había acrecentado. Tenía prohibido contactar a mi familia. Mientras tanto, poco a poco comencé a adoptar ritos musulmanes: aprendí a orar en árabe y a leer su libro. Sin embargo, nunca me sentí tan vacía, oraba a un Dios que no escuchaba mis oraciones, no me amaba y no sentía su presencia. Era como orar a una pared. Continué con las prácticas pensando que yo era el problema. Al mismo tiempo, comencé a dudar del cristianismo y abandoné la fe. Lo único que preservé fueron las canciones de adoración, pero solo escuchaba las que no hicieran mención de Jesús.
Un día, fuimos de paseo en el auto con mi nueva familia. Me puse los auriculares y comencé a escuchar las canciones de adoración. Al oír la letra de “Levanto mis manos”, abrí la ventanilla, cerré los ojos y levantando mis manos, le dije a Dios: “Señor, quiero sentirte, saber que eres el verdadero Dios. Por favor, dame una señal” Al abrir los ojos lo primero que leí fue un cartel en una tienda que decía “Jesús es el Señor”. ¿Coincidencia?
Surgieron las dudas. ¿Y si el dejar la casa de mis padres no había sido la voluntad de Dios? Por siete días comencé a orar: “Dios, si no es tu voluntad que esté aquí, sácame, aunque me lleve años salir. Lo que ignoraba es que durante ese mismo tiempo, mi familia había decidido orar por mi fuera de la casa donde vivía.
¡Debo salir y escapar de aquí! No me explicaba qué me hizo tomar esa decisión y le envié un mensaje a mi mamá para que viniera a buscarme. Salí y nunca más regresé.
No fue fácil porque los sentimientos por el chico eran fuertes y los recuerdos me invadían. Pero en el proceso el Señor no me dejó y comprobé el poder de la oración y que solo Jesús es el camino, la verdad y la vida.